LA DUCHA

 A la memoria de José Victoria Marz,

la persona más importante de mi vida,

 la persona que me transmitió sus genes,

mis genes granotas.

 

       Tenía trece añitos y la suerte de jugar en los alevines del Levante. No era nada del otro mundo, la verdad, y casi nunca salía en el equipo titular, pero siempre que el Mister decía: Victoria, a calentar los pelos se me ponían de punta de los pies a la cabeza. Por eso me pasaba lo que me pasaba en el campo, quería hacer tantas cosas y todas tan bien que yo mismo era mi mayor problema. De hecho, cuando jugué más tarde en otros equipos siempre fui mucho más efectivo e importante de lo que nunca pude ser en el equipo de mis amores, en el equipo donde la pasión y el orgullo de llevar la camiseta azulgrana siempre bloquearon mis piernas y mis pensamientos. Aunque claro, era un crío sin la madurez necesaria para no dejarme cegar por la pasión que sentía por los únicos colores que había mamado desde que vine al mundo.

      

       Nuestro entrenador era un tipo entrañable. Ya no recuerdo su nombre pero nunca olvidaré su aspecto. Bajito, calvo, regordete y con gafas. Trabajaba de encargado de mantenimiento en nuestro glorioso y ya desaparecido campo de tierra de La Malvarrosa, la cancha del filial y del fútbol base. Nos hablaba a todos de usted y por nuestro apellido, era un tipo duro, serio, que a veces nos metía unas broncas en los descansos que nos dejaba a más de uno al borde de las lágrimas. Fue de los primeros que me hicieron ver que ser del Levante era algo especial, un lujo, un privilegio y a la vez algo nada fácil, nada cómodo, nunca un camino de rosas. Era un hombre noble, humilde, justo y en el fondo nos quería como a sus propios hijos. Y nosotros a él, claro, aunque a sus espaldas parodiásemos sus andares y sus palabras.

 

       Pero entrenar entrenábamos al lado del por entonces Nou Estadi (hoy Ciutat de València), tres días a la semana de seis a ocho de la tarde, en un campo de tierra que había al lado del Club de Tenis. Y nos cambiábamos y nos duchábamos en una espartana caseta que durante el invierno nos generó más de un constipado, con las consiguientes protestas de las respectivas madres, que nosotros minimizábamos con la aparente virilidad de los que nos creíamos ya hombres de pelo en pecho.

 

       Y un día se produjo el milagro. Al acabar la sesión el Mister nos reunió a todos en el centro del campo. Pensábamos que iba a hacer su habitual análisis del entrenamiento. Pero no, nos equivocábamos de medio a medio: ¡Señores, hoy se van a duchar en el vestuario del Primer Equipo...! Un compañero me ha dejado las llaves y he decidido darles esa satisfacción, aunque me juegue el puesto si alguien del Club se entera... Vamos a cruzar por el césped del Nou Estadi y... ¡No quiero oír ni una mosca...! ¿Me han entendido...?

 

Nosotros, claro, estábamos estupefactos. El campo estaba a obscuras, evidentemente, pero daba lo mismo, nos los conocíamos a ciegas de tantas veces que lo habíamos visto desde la grada. Y yo no pude evitarlo. Rezagado a conciencia con el balón en la mano le dije al portero suplente, mi mejor colega del banquillo, que fuera a la portería, que le iba a tirar desde el borde del área... ¡Menudo chufo...! ¡Por toda la escuadra! Claro, el pobre no veía una mierda pero es que yo me dejé el alma, me salió el zapatazo de mi vida... Y con toda la razón del mundo me llevé la súper bronca de nuestro querido e inolvidable entrenador: ¡Victoria, para que se entere, el próximo entrenamiento, antes de empezar, me va a dar diez vueltas al campo...!

 

Yo estaba en una nube, la verdad. Como si me hubiera castigado a doscientas... Y aún quedaba lo mejor: Entrar en el santuario del Primer Equipo. Todos nos mirábamos alucinados, encantados de la vida, soñando con ducharnos algún día en ese vestuario todos los domingos de la temporada... Esa tarde ya noche nos costó casi una hora salir a la calle, cuando de la caseta salíamos como mucho a los diez minutos. Y todos le agradecimos al Mister, nuestro Mister, haber experimentado uno de los momentos más felices de nuestra vida. Y aquel resplandor de mi mirada me delató una vez más ante aquella complicidad mágica que no creo que tenga nunca como tuve con mi padre quien, sonriendo mientras fumaba un Mencey esperándome apoyado sobre su Renault 12 ranchera, comprendió que su hijo venía de vivir algo inolvidable.

 

ENRIQUE VICTORIA